domingo, 5 de octubre de 2014

El desvelo

La noche se termina y no puedo dormirme. He pasado horas revolviéndome en la cama, de un lado a otro, sin encontrar un punto llano donde relajarme; palpando el lugar vacío, donde aún puede sentirse el olor de su último descanso.
La habitación está apenas iluminada por el resplandor blanquecino del televisor, que al contrastar con la oscuridad le da a la cama un aspecto abisal. No me interesa nada en esa pantalla, solo aprieto el botón una y otra vez, saltando de canal en canal, mientras mis ojos escuecen y mi mente se agrieta pensando en ella, en el vacío que debe haber llenado en otra cama ahora que ha dejado este espacio imperfecto a mi diestra.
En la mesa de noche aún están las revistas de hogar que leía y marcaba, como si se tratara de textos sagrados, los catálogos de cunas y ambientes color rosa o celeste, y el vaso, ya seco, en el que tomaba agua antes de dormir. Conserva aún las marcas de sus labios en el borde.
Mi vaso se rompió al estrellarse en la puerta. La herida aún late en la planta de mi pie. Pisé uno de los pedazos esparcidos por al suelo al tratar de detenerla.
El canto de un mirlo llega desde el jardín, apenas un murmullo, un pequeño gorjeo que me advierte sobre la inminencia de la mañana y la dureza del prolongado desvelo. El cielo empieza a rasgarse, pintando la noche impecable con pequeños matices luminosos. La humedad se cuela por la ventana. Es aire fresco y agua, un olor salobre y marino que agita la cortina y entra en mis pulmones. Algo más invade el ambiente.
Apago el televisor y todo es silencio.
El mismo silencio que interrumpí hace horas, que no me deja dormir y trae el recuerdo de gritos interminables y violencia después de la cena y  de un crujido que terminó llenando de ropa sus maletas vacías y tirando los recuerdos colgados en la pared de las escaleras, agravando los pormenores de una despedida inesperada.
Nuestras manos se habían enlazado una vez más, ya no con amor, sino con virulencia, como en el falso cuadro de Delacroix que colgaba en nuestra sala, sin que sepamos quien de los dos era el ángel. “Basta”, insistí, una y otra vez, sin que ella dejara de forcejear e insultarme.
Debí, hacer más. Decir que lo sentía, que sentía demasiado todas mis ausencias y mi palidez en esto que debimos labrar juntos; decir que sentía haberme rendido. Ella se hubiera sentado en el sofá que muchas veces fue punto medio entre nuestro deseo y la cama, escaleras arriba. Con las manos al rostro, secando sus lágrimas, me hubiera escuchado. “Lo siento, lo siento mucho”.
Mi mano trayéndola de vuelta, el hilillo almibarado de su perfume invadiendo nuestro pequeño espacio, las maletas golpeando el suelo y mi rostro afilado buscando con torpeza sus labios esquivos, mientras el roce de su pulgar sobre mi mano delata sus ganas de empezar de nuevo y el sofá no resulta suficiente para todo lo que necesitan decir nuestros cuerpos. Toda la violencia queda regada, cubierta por nuestras ropas.
Mis ojos se abren lentamente y todo es silencio. El olor a humedad es más fuerte. El trino insistente de unas avecillas se va mitigando. El silencio es de paz, es de muerte. Es un silencio bello. Y la mañana revela el vacío, ya no tan cruel, en la cama que alguna vez compartí a su lado.
El desvelo retoma su abrupto cauce, y ella queda atrapada en ese breve sueño, para siempre.

domingo, 28 de septiembre de 2014

El beso

Cuando Abelardo se mudó a vivir solo en Lima, en un departamentito que su padre había comprado para que pueda estudiar sin mayores molestias, se convirtió, sin quererlo,  en el anfitrión de cada fin de semana de sus amigos más allegados.  Su repentina vida solitaria de estudios empezó a transformarse en interminables jolgorios y cuchipandas.
Sin embargo, al término de cada fin de semana que pasaba solo había sido un privilegiado espectador de cómo sus amigos llegaban acompañados de féminas para, luego de flirtearlas, llevárselas con rumbo desconocido a seguir prodigándose caricias. Y él, por su lado, en todo ese tiempo y a pesar de ser el eterno anfitrión, no había logrado siquiera robarle un beso a alguna de ellas. Por todo eso y por su soledad sentimental en los últimos años de su vida decidió trazarse como objetivo a corto plazo, darle un beso a cualquiera de las próximas chicas que lleguen a su departamento.
Pasadas tres semanas, luego de un opíparo almuerzo con su íntimo amigo Carlos y dos amigas de él, Lucía y Mariela, decidió invitarlos a continuar la francachela en su departamento. Esta era la oportunidad que había venido esperando. Ellos dos varones, ellas dos damas guapas, su departamento, comida y licor. Era una inmejorable coincidencia.
Carlos, como ya lo había demostrado antes, no tenía ningún problema en cortejar a alguna damisela. Era el galán de su grupo de amigos, el que conseguía siempre las mujeres para las fiestas. Su verbo florido y su seguridad y aplomo lo habían llevado a convertirse en una especie de “gurú” en el arte del flirteo. Más de una vez Abelardo le había pedido algún consejo para poder conquistar una fémina, con resultados, valgan verdades, desastrosos.
Por eso, luego del abundante almuerzo y del exceso de licor, hoy era la ocasión ideal. Ya en su departamento, sentados en los viejos muebles siguieron conversando y libando todo tipo de licor. Al poco tiempo la conversación de cuatro se convirtió en dos conversaciones de pareja. Carlos se había aislado con Lucía en uno de los muebles contiguos y entre juegos sus manos empezaban a magrear el cuerpo de su acompañante.
Abelardo, por su parte había avanzado poco con Mariela. No tenía la habilidad de Carlos y sus movimientos torpes y su timidez extrema estaban jugando en su contra. Por eso a los pocos minutos, envalentonado  por el alcohol se propuso cumplir la meta que se había trazado unas semanas atrás, el beso.
Cuando Mariela se dirigió al baño, Abelardo pensó que era el momento apropiado. Carlos que abrazaba a Lucía le hizo un gesto con la cabeza para que vaya tras de ella. Abelardo no supo si era un consejo o una orden para que se retire y los dejara solos. Aun así, abandonó la sala y caminó simulando dirigirse a una de las habitaciones. Cuando vio que Mariela salía del baño la detuvo en el pasillo poniendo su mano sobre la pared. “Que tal, ¿cómo la estás pasando?” le dijo. Ella le sonrió y bajó la mirada. Abelardo respirando hondo y tomando valor le levantó el mentón con una de sus manos y le dio un beso profundo.
Cuando terminó de besarla, Mariela bajó la cabeza y empezó a llorar en silencio. “Discúlpame” le dijo Abelardo confundido, “no te preocupes esto queda entre tú y yo”, añadió tratando de excusarse. Y ya estando a punto de hablarle de su repentino amor, Mariela lo interrumpió y le dijo “No, Abelardo, no es por eso”. Él la abrazó fuerte y ella agregó bajito “Me sentía mal y he vomitado en tu baño, discúlpame”.